Dicen que comenzamos a
recordar a partir de los tres años (a los dos a lo sumo). Pues bien, aquí vengo
yo a discrepar. Esos estudios científicos se basan en una muestra de la
población —en concreto británica— y no aseguran un 100%; no pueden generalizar.
Y vengo a discrepar desde mi experiencia. Aquí podéis leer uno de los artículos consultados.
En estas fechas nos
ponemos más nostálgicos; y yo lo soy siempre. Ahí está la clave. Los estudios
dicen que nuestros recuerdos más tempranos se deben a reconstrucciones
ficticias a partir de fotografías, lo que nos contaron los mayores o
simplemente nos lo inventamos y nos autoengañamos al tomarlos como ciertos. En
mi caso, la clave principal radica en que desde pequeño fui muy impresionable
frente a emociones y estímulos. De por sí lo observaba todo y ya desde temprana
edad procuraba comprender el mundo que me rodeaba. Con el tiempo nunca los he olvidado. Con
cinco, diez, quince o veintisiete años he recordado una y otra vez como esa
película que ves hasta la saciedad; hasta aprenderte de memoria los diálogos. Igual me
ha ocurrido siempre al oír una canción e incluso un olor. Y os voy a contar al
respecto algunos casos. Os vais a reír. El primero es mi rareza al gustarme el
olor dulzón a creosota de las traviesas y grasa porque me retrotrae a los
momentos de mi infancia en los que me mi padre me llevaba a la antigua estación
de Córdoba a ver los trenes. Pero lo más increíble es que llegara a comprar
hace unos años el clásico tarrito rosa de vaselina para olerlo de cuando en
cuando porque igualmente me traslada a mi infancia. Lo siguiente será la
colonia de Nenuco. Añado otro ejemplo aún más curioso. Recordaba de ir una tarde a visitar a mis abuelos paternos Antonio y Lola y sorprenderme con un librito de trenes. Con el tiempo lo perdí, como prácticamente todo, y no recordaba ni el título. Con internet y la venta de todo tipo de reliquias hice memoria hasta que en 2019 lo encontré por 2€ en Iberlibro. Ahí podéis ver Tu amigo el tren, de Barrón de Angoiti e Ignacio María, editado por Renfe en 1991, con las fantásticas ilustraciones de Adolfo Martínez Mendoza, a continuación de la vaselina. El siguiente será 366... y más historias de la Naturaleza, de Anne-Marie Dalmais .
Soy un friki de la nostalgia como podéis ver con solo
unos poquitos casos; pero es algo que me identifica como lo que más; que ha ido
siempre conmigo y que me acompañará hasta que sea un abuelo y relate mis batallitas
de los años 90. Y en cuanto a construir un relato, lo normal es recordar momentos
puntuales o estímulos que activan algo en tu cerebro para que, del fichero más
arcaico, ese que creías olvidado, esa máquina del tiempo te transporte a esos
años. Pero sí que tengo un relato especial que adapté en un mi último libro, Miguel y Martina y el sentido de la Navidad. Si lo habéis leído, o lo vais a leer,
me refiero al Cortylandia de Sevilla en diciembre de 1991. Ya os traeré el
recuerdo que transcribí hace unos años. Si pudiera invocar un patronus elegiría
ese recuerdo porque hasta la fecha es el más feliz de mi vida. Y tenía dos años,
a punto de cumplir tres el 31 de enero del 1992. Recordad la fecha para
felicitarme.
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Ya que estamos en estas fechas, me estreno en las fotos con mi primera Navidad (aunque según el álbum data del 15 de diciembre de 1989, unos días antes). |
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La típica foto de la época donde no falta el velado rojo. |
Vamos a entrar en vereda
y en adelante este abuelo cebolleta os va a contar alguno que otro. Como veis
comienzo por la foto con mi babi de la guarde. Por cierto, ahora me entero que «guardería» puede malinterpretarse como algo peyorativo y por eso ahora se denomina «centro de educación infantil». Para mí ha sido la guardería de toda la vida y lo va a seguir siendo; más cuando estamos hablando de nostalgia. Y sí, ya sabemos que en estos centros no se guardan a los niños... aunque en esta época sí; lo que no quita de manera lúdica e incluso didáctica. Hay que comprender que el sistema educativo era otro y se impartía clase como tal a partir preescolar.
A lo que iba. Ya os decía que, descartando ciertos relatos, no recuerdo todo de manera secuencial. Aquí intuyo que mi madre me haría la foto por ser el primer día de guardería al inicio del curso allá por septiembre de 1990, como lo hizo en mi primer día de colegio (ese momento sí que lo recuerdo). Es una tradición muy común. Lo que no olvidaré nunca es el momento en el que por primera vez me separé de mi madre frente a ese centro con la pared pintada de rosa. Con dos años que tenía, recuerdo comprender que se iba a trabajar y ya no podía hacerse cargo de mí, pero como a todo niño en ese momento se siente auténtico terror. Ahora mientras lo escribo estoy rememorando el berrinche cuando me entregó a los brazos de la seño (para mis amigos latinoamericanos «seño» en España no es nada peyorativo sino un sinónimo de profesora o maestra). Cuando nos enfadamos los mayores en broma decimos y hacemos «ahora no respiro». Yo que lo exploraba todo a través del gusto, me lo llevaba todo a la boca, me rebelé pues… chupando el cristal de la especie de escaparate que tenía y sigue teniendo la guardería. Pero es que recuerdo hasta el sabor del cristal.
La foto protagonista de esta entrada. Es fácil reconocerme. Si os habéis fijado en fotos anteriores y lo veréis en las que vienen, hacía honor al nombre de la guarde. Un poco dumbi sí que era. |
Os decía que no tiene sentido autoengañarse, como rezaba en el consabido estudio del que os hablaba al comienzo. Al poco me adapté a la nueva vida guarderil y muy poco a poco aprendía a relacionarme con otros seres humanos que no fueran de mi familia. Os decía esto por una grabación con un micro conectado a la minicadena que teníamos en casa en la que decía, o más bien balbuceaba, «Alolo tira a pelos». Tengo delante el casete y en cuanto lo pueda digitalizar lo compartiré al editar esta entrada. Lo que no recuerdo es el momento exacto de esa grabación, pero sí de hablarle a ese micro; y también el sabor metálico al chuparlo.
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Le acabo de tomar una foto a la tarrina de vaselina y otra a la susodicha cinta. Lo dicho, en cuanto la digitalice actualizaré esta entrada con la inclusión del audio. |
Al respecto de mi compañero Manolo, al escanear la foto no esperaba reconocerlo. Sí que he recordado durante toda mi vida que me tiraba de los pelos, pero ya no sé si por la susodicha frase en la grabación o porque nunca lo he olvidado. Y no quiero extenderme con la siguiente guarde, Los Pitufos, mi amiga Blanca, el que me llevara y me recogiera mi abuelo Curro con esa bolsita de tela para el dulce del recreo y mi primera regañina al darme las notas porque la seño puso una pegatina marrón en Lenguaje.
Con este ejemplo me refiero a que algunos recuerdos son nítidos y con otros, más al detallar, ya te baila la memoria y puede ser una construcción como dice el estudio.
Ya veis el doble espacio para separar e ir concluyendo esta reflexión; también haceros partícipes y que no os limitéis a escucharme (en el sentido figurado, puesto que me estáis leyendo). ¿Es la nostalgia buena o mala? ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Y siempre especifiquemos que, a nuestro parecer, según el contexto. Hay recuerdos buenos y recuerdos malos; dependiendo en este caso de si se mira desde el prisma del peque o del adulto. Un mal recuerdo para un niño —exceptuando casos graves en los que hablamos de divorcios, pobreza extrema, enfermedad o maltrato entre otros— puede ser, como en mi caso, las broncas de mi madre para que recogiera la habitación (esto con tres, cuatro, cinco años).
No me faltaban juguetes. Gracias a mis padres y a mi familia no me faltaba de nada. |
Pero no era consciente de lo peor, de la realidad de los adultos. Con el tiempo mis padres me fueron contando lo que veía como algo normal de niño. Mi padre vendía en un mercadillo fiambreras y embudos para ganarse la vida; poco después trabajó limpiando las paradas de autobús. Con mi madre, que era esteticien, recuerdo a las clientas que atendía en el llamado cuarto verde de nuestro antiguo piso. Por otra parte, cuidaba a dos abuelas del barrio de Santa Rosa —el mismo de la guardería—, a las que siempre he guardado en el corazón: doña Rafaela y doña Ramona.
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Hasta la fecha, en casa nos acordamos a menudo de doña Rafaela y doña Ramona. Con el tiempo comprendí que estas grandes señoras eran unas santas. Nunca las olvidamos y nunca lo haremos. |
Si existe la magia, la concibo en mis padres cuando me criaron con una mano delante y otra detrás; y mi abuelo Antonio que me compraba esas latas celestes de papilla porque mis padres ya no podían abarcar más. Recuerdo el sabor de las papillas y el de los potitos y el bibi calentito. Cuando en nuestros días la humildad y la pobreza te honra, cuento esto muy orgulloso de mis padres y de mi abuelo; como también lo vería ahora en otra familia que hace lo imposible porque a sus hijos no les falte de nada; quitarse el pan para dárselo a ellos.
Prosiguiendo con mi experiencia —y ya voy terminando—, pese a dicha realidad me quedó una infancia muy feliz plagada de buenos recuerdos. Exceptuando las regañinas de mis padres cuando hacía alguna trastada, no lo rememoro como algo traumático. Con la madurez les agradecí esa educación. Viajábamos muchísimo en nuestra SEAT Terra, cuando la feria me compraban lo que fuera en el puesto y me montaban en los cochecitos, con lo que se me antojaba hacían lo imposible por comprármelo (ahí tengo las fotos y los recuerdos de tantísimos juguetes, cuentos, barritas de plastilina, libretas o lápices Alpino) y cuando se ponían a jugar conmigo eso era una fiesta. Hacíamos hasta manualidades. Entre millones de recuerdos, permitidme uno muy especial al mencionar «manualidades». Todo lo que se me antojaba no podían comprármelo. Os habló de embelesarme en un escaparate con los marcos amarillos (con el tiempo descubrí que se trataba de la librería Títere, por entonces cerca de la plaza de La Compañía en Córdoba) ante las siluetas de unas casitas de madera que formaban un pueblecito. A mi madre se le ocurrió que si no podíamos comprarlo, lo hacíamos. Fuimos a una carpintería que había en un sótano de la calle Santa Rosa y este niño pidió una tabla de ocume y unos tacos de madera que le sobraran y los carpinteros me la dieron con gracia ante ese niño. Con nuestra segueta hicimos nuestro pueblecito.
Hay algo concreto que en esa época fue una frustración para ese niño, pero con el tiempo me hizo ver lo que mis padres hicieron por mí. En este caso mi padre. Veía a mis vecinos Jose Mari y Vero, a mis primos y a todo niño la colección de películas de Disney. Salió en Diario Córdoba una con El gato con botas, Blancanieves, La Cenicienta… Con cada periódico, imagino que los domingos, te venía una película. Casi como hicieron mis padres para comprarme la colección de libros de Pato Aventuras que acoquinaron a plazos, para la ocasión pagaban con lo que mi padre ganaba de las paradas de autobús para que el niño pudiera ver La Cenicienta, Blancanieves, etc. No eran las pelis de Disney, pero recuerdo que me volví loco de alegría y como si fueran las originales.
No voy a seguir relatando que me conozco y a quién no le gusta contar su vida. En este último caso, gracias por permitirme honrar a mis padres, lo que hago como homenaje a todos aquellos que lo hicieron y lo siguen haciendo por sus hijos. Y a los mayores os recomiendo que no dejéis marchar al niño o niña que lleváis dentro. La nostalgia no es algo malo. Incluso un mal recuerdo es necesario porque como se suele decir «El pueblo que olvida su pasado está condenado a repetirlo»; también las personas respecto a la historia de su vida. Y esto para los recuerdos amargos. No se trata de lamentarnos, sino de aprender para así avanzar. Somos lo que fuimos, ¿no es cierto? Y si nos recreamos en los momentos felices, como si materializáramos la máquina del tiempo y nos trasladáramos con todos los sentidos, mucho mejor. No hay nada más sano que seguir mirando hacia adelante y parar las veces que queramos para volver la mirada. Así atrapamos el pasado al que quisiéramos volver o, más bien, lo mantenemos vivo. Junto con mis recuerdos, esa es la premisa de mi novela El Chaparral; esta nostalgia, junto con honrar a mi familia, es lo que me impulsó a escribirla.
Haced memoria y contadme vuestros recuerdos más remotos. Es más, si queréis disfrutar como os he contado, buscad esa canción, ese olor o esa foto y viajad a ese pasado siempre que os plazca.
Hasta pronto, amigos.