" Por qué los cabrones ríen y los honrados padecen, por qué no puedo ser libre si no hago daño a nadie". Nach Scratch

domingo, 30 de julio de 2023

"El Principito": la evidencia de las miserias humanas

 


En este 2023 se conmemora el 80 aniversario de este clásico, fruto de la pluma del aviador Antoine de Saint-Exupéry. Le tenía el ojo echado desde hacía tiempo. Años atrás, mis amigos de Facebook compartían las celebres frases que marcaron la diferencia en esta obra. He de reconocer que tenía el prejuicio: un libro infantil a mi treintena.

Con tanta publicidad en relación con esta efemérides y después de leerme otros clásicos infantiles como "Las mil y una noches" y parte de la antología de Hans Christian Andersen —por otro boom del año, como es el estreno de la nueva película de "La Sirenita"—, lo preocupante para un amante de la lectura es no estar abierto a leer de todo. Pienso que hay que leer, no condicionado por tus inclinaciones, sino con los ojos de la inocencia. La inocencia y, cómo la perdemos conforme crecemos, es la premisa de El Principito. Por cierto, casa muy bien con la lectura de la semana pasada: "Rebelión en la granja".

La que nos ocupa comienza con la experiencia del propio autor que, como un personaje más, se ve en el desierto del Sáhara, junto a su avión siniestrado, preparándose para morir de inanición si no consigue reparar antes el aparato. También cae del cielo el Principito. Inocente aquel niño de rizos dorados, curiosea y le pregunta al pobre aviador por todo cuanto ve en este planeta de personas grandes y raras. Personas que prefieren las cifras a detenerse a valorar la esencia de las cosas. El aviador, como humano, reconoció su planeta como el asteroide B-612; la típica nomenclatura insulsa que no dice nada.

El Principito da a conocer su vida en e espacio. En su planeta se dedica a deshollinar los tres volcanes y se sienta en el tercero, el inactivo. Le pide al aviador que le dibuje un cordero para que le ayude en su tarea de limpiar las semillas de los indeseables baobabs. Solo es un dibujo, pero aquí la imaginación es poderosa y trasciende más allá del papel. Le aviador le advierte que el cordero podría comerse una rosa, por muchas espinas que tuviera. El niño le habla de su amada, precisamente, una rosa que, a pesar de su vanidad, la quiere con sus más y sus menos e incluso la protege de las agresiones externas. Le coloca un biombo para que le no le azote el viento y a veces la encierra en una cúpula de cristal. La misma rosa se disculpa por su actitud y anima al Principito a salir de ese planeta y explorar otros. Le mueve el deseo de encontrar un rincón en el universo en el que presenciar varias puestas de sol a la vez.

En el primero se encuentra a un rey que, según se describe, es un monarca absoluto. El Principito lo pone evidencia. El planeta es tan pequeño que no cabe nadie más. Pero este rey, autoritario él, afirma que le obedecen hasta las estrellas. Ordena al Principito que le obedezca en todo y el niño se le resiste. El rey desesperado, evidenciada su autoridad, comienza a agasajarle con cargos de ministro o embajador. El Principito lo abandona, no sin antes dejar al rey pensativo ante una autoridad fruto de una ilusión que se había creado, y marcha a otro planeta. En el segundo se encuentra con un vanidoso. El Principito lo llamaba, pero el hombre parecía no escucharlo. Hablaba solo, porque también era el único habitante de su planeta, y se halagaba a sí mismo. De hecho, no escuchaba nada que no fueran palabras de elogio hacia su persona. El niño se compadeció de él y marchó al tercer planeta. Allí se encontró con un hombre, colección de botellas vacías y otras tantas llenas al frente. Estaba ebrio y triste. El Principito inquirió en por qué bebía para olvidar, pero este pobre no le dio muchos argumentos y se limitaba a decirle que porque sí. El niño también se compadeció y marchó al cuarto planeta. Aquí aparece uno de mis favoritos: un hombre de negocios que era feliz contando las estrellas que, según él, acumulaba y poseía; le hicieron rico. El Principito le preguntó por el sentido que tenía poseer quinientos millones de estrellas si no podía hacer nada con ellas. El avaro se ensimismó que de esa forma podía decir que era rico y eso le hacia feliz. El Principito no lo comprendía y, como los anteriores, se apiadó de él y marchó al siguiente planeta. Este era tan pequeño que el día duraba minutos. El único habitante, un farolero, estaba rendido ya que a cada minuto debía apagar y encender la farola. El Principito creyó que era el más cuerdo de todos con los que se topó en los otros planetas. Le ayudó. El farolero debía andar sin parar, dando vueltas y vueltas a ese mundo, para así perseguir el sol y evitar la noche, con lo que nunca tendría que encender y apagar la farola. Se apiadó de él, aunque verdaderamente entristecido porque ese farolero era un buen hombre y esclavo de su trabajo, y marchó al sexto planeta. Allí encontró a un geógrafo. El Principito dio por hecho que sabría dónde se encontraban los ríos, los mares, las montañas y las ciudades de su planeta, pero el geógrafo no lo sabía y afirmaba que ese no era su trabajo sino el de los exploradores. Él tenía un estatus como para recorrerse el mundo en busca de accidentes geográficos. Los súbditos se dirigían a él y, si eran de confianza, si no bebían —pues un ebrio ve montañas dobles y las contaría mal—, prueba en mano como una piedra de esa montaña, el geógrafo dejaría constancia del descubrimiento. Y fue allí donde el anciano le habló al niño del planeta Tierra.

El Principito aterrizó en el desierto del Sáhara, en Egipto, en concreto. Cuando esperaba ver gente, ciudades, bosques… se decepcionó al no encontrar más que arena y, la única muestra de vida, una serpiente. Esta dio testimonio que todo eso existía, pero muy lejos de donde se encontraban y además le previno de los detestables humanos. Por detestables la serpiente les mordía y los mataba.

El Principito anduvo y le preguntó a una flor por los humanos, pero ella aseguró que no vio a ninguno desde hacía años. Coronó la cima de un montaña con la esperanza de divisar toda la Tierra, pero se decepcionó aún más. Solo escuchaba su propio eco y creía que eran humanos burlándose de él. Más se decepcionó al verse en un jardín de rosas, pues comprobó que su amada no era la única en todo el universo. Ser la única era lo que la hacía especial para el Principito.

El Principito se creía especial al poseer la única rosa de todo el universo y ser un deshollinador de volcanes. Lloró y un zorro, el cual no se acercaba a nadie porque para ello debía ser domesticado, le preguntó qué le pasaba. El animal le repuso que su rosa era única, porque lo era para él y con eso bastaba; que el Principito domesticó a su rosa y por eso tendía a protegerla. Al zorro le cayó bien este niño y quiso ser domesticado. Pero no de cualquier forma, sino que le dio ciertas pautas como volver todos los días a las cuatro de la tarde y cada día acercarse un poco más. Pero al Principito no le gustó que nadie dependiera de él y abandonó al zorro.

Se encontró con un guardagujas. Los rápidos pasaban tan veloces que hacían temblar la caseta. El Principito le preguntó que por qué abandonaban sus lugares de origen, que a dónde iban y qué buscaban en ese destino. El guardagujas no tenía respuesta para esas preguntas. El Principito lo abandonó, como hiciera desde ese primero, el rey autoritario que no tenía a nadie sobre quien reinar. Por el camino se encontró con un vendedor que, según él, sus píldoras erradicaban la sed de la gente, con el beneficio de ganar ciento cincuenta y tres minutos a la semana. El Principito le preguntó que por qué eso iba a ser un beneficio. No terminó de comprender que para que tuvieran más tiempo libre. El niño pensó que utilizaría esos ciento cincuenta y tres minutos para buscar una fuente, precisamente, para beber agua. Como un absurdo más, lo abandonó y al fin se encontró con el aviador.

Es aquí donde ambos ponen el énfasis en el poder la imaginación; en lo esencial que es invisible a los ojos. Si el mundo te desagrada, puedes imaginarte uno mejor. Esa imaginación que con la edad se va perdiendo. Ese mundo de colores y simple —pero eso más feliz—, que las personas grandes vamos complicando. ¿No es absurdo? Hasta el punto en el que nos complicamos, nos centramos en cifras, en contar estrellas cuando eso no vale para nada y, después de todo, esperamos al meteorito que nos extinga porque el mundo es un lugar insulso e incluso hostil. Me llamó la atención y me ha gustado la forma en la que el Principito pone en evidencia a esa gente grande y muy rara, según él y según muchos. Si queremos un mundo mejor (o no, nuestras propias vidas) deberíamos empezar por verlo todo con más inocencia, no ahogarnos en los problemas cuando todo, si no tiene solución, se puede plantear. El mundo y nuestras vidas serán según el color del que lo veamos. Recordar que todos una vez fuimos niños, lo cual añoramos porque éramos más felices, nos ayudará a recobrar todo lo que perdimos con el devenir de los años. ¿Qué hay de malo en ser niños grandes? El pasado lunes disfruté como un enano con el regreso del Grand Prix y las audiencias hablaron; amén de comentarios en redes de otros nostálgicos. Mañana lunes espero el siguiente programa que, como muchos, nos recuerda a ese tiempo pasado que siempre fue mejor, en compañía de los abuelos que siguen ahí o ya no están. ¿Y que un adulto lea un libro infantil? Según mi experiencia, lo he encontrado enriquecedor al leerlo con crítica, sin olvidar la inocencia del niño que llevo dentro y espero nunca olvidar. El reencontraros con la infancia, nunca comprometerá la madurez, sino que la complementará y la reforzará.

Hasta dentro de siete días, amigos.

domingo, 23 de julio de 2023

"Rebelión en la granja": algo más que una reseña

 

Hace unos días me leí este clásico del visionario, o no tan visionario, George Orwell. Entendí por qué su ópera prima, "1984", tuvo su origen en la presente novela corta. Tanto a una como a otra le atribuyen cierta ideología, pero aquí un servidor que todo lo ve desde la transparencia de las lentes de sus gafas percibió varias, todas o ninguna.

Sus obras basan la política en sí misma; sean del color que sea. En Granja Animal, antes y después llamada Granja Manor, entiéndase el mensaje, Moses, el cuervo, les promete el cielo y la gloria si se someten a la voluntad del líder. En el caso de esta novela, los animales forjan su independencia y expulsan al granjero, al humano. Crearon su propio dominio: una tierra en aras de prosperidad, un himno al que llamaron "Bestias de Inglaterra", siete mandamientos en los que prevalece que todo ser que camine sobre dos pies es el enemigo y… que todos aceptaran la palabra del líder, Snowball, uno de los cerdos que conforman la cúpula de esta sociedad. Claro que había democracia, pero a los animales les parecía todo bien y sus votos siempre eran favorables. Después llegó la promesa y la colocación de la primera piedra de un molino, símbolo de la prosperidad. La cúpula adopta la vida del humano al que odiaron.

En esa cúpula, los dos supremos se disputan el poder. El cerdo llamado Napoleón se subleva contra su amigo Snowball, con la ayuda de su guardia y siervos, los perros. Napoleón asciende al poder. De nuevo les promete a los animales el cielo y la gloria; que el molino lo terminará gracias al trabajo de la comunidad, algo sagrado. Empieza a aparecer algo que chirría… en especial para los animales. Napoleón ejecuta a todo aquel que le contradiga; más tarde lo hace por mero placer; según él, para que nadie olvide a quién le deben lealtad y gratitud por la victoria de la rebelión. Ningún animal se queja, no por miedo, sino porque siguen amando a su líder. Entre cuchicheos, algunos se cuestionan la violación de uno de los mandamientos: «Ningún animal matará a otro animal». Molly, la yegua, puntualiza: «Ningún animal matará a otro animal "sin motivo"». Aquellos animales, faltos de memoria, creyeron que ese «sin motivo» cerraba ese mandamiento desde el principio. Los animales no debían cuestionarse nada. Su cometido era cumplir con el lema «yo trabajaré más duro» y terminar el molino que una y otra vez se derrumbaba por obra de los ataques de Snowball. Pero pasaba otra cosa, cuan misteriosa: mientras el rebaño de ovejas y las aves pasaban hambre a causa del racionamiento de la comida, la cúpula se saciaba de buenas carnes. Lo más siniestro, es que los animales no morían de hambre de manera literal. Esas carnes salían de los cadáveres. También le daban a la botella. ¿No decía otro mandamiento «Ningún animal beberá»? de nuevo la yegua Molly puntualizó: «Ningún animal beberá "alcohol en exceso"». Si la yegua lo decía en nombre de la cúpula, era cierto. Ese fue el mandamiento desde el principio.

¿Qué pasaba ahora? Napoleón establecía contacto con los humanos a los que odiaba… o repudió en un principio. Incluso el antigua granjero, el señor Jones, se dejó ver por allí en compañía de otros a cargo de granjas rivales como los señores Frederik y Pilkington. Ya no era la cúpula, el líder Napoleón descubrió o… afirmó, que Snowball planeó desde el principio la rebelión. Como la moneda con dos caras, en realidad conspiró contra sus semejantes en alianza con los humanos. La refriega estaba servida. Se libró una batalla más y el traidor le arrebató el trono a Napoleón. Claro, que para los animales nada cambió… en su situación. Seguían pasando las mismas penurias. Tan solo, Granja Animal de nuevo pasaba a llamarse Granja Manor, la felicidad ya no estaba en la frugalidad y el trabajo duro, sino en la adopción de las costumbres y comodidades de los humanos; se prohibido cantar "Bestias de Inglaterra" porque ya carecía de sentido y recordaba un pasado que sí o sí iban a olvidar. Snowball ahora regía en alianza con los humanos. La riqueza ante todo… la de los cerdos, claro. Para los animales, seguir bebiendo del estanque, espantarse las moscas y dormir sobre la paja era lo normal, porque ya no recordaban si previo a la rebelión tuvieron una vida mejor o peor. Morir de hambre era normal, porque no conocieron nada mejor ni peor.

Una noche tronaron las escopetas y el caballo Clover alertó del invasor o salvador que se encaminaba, látigo en mano. El cerdo Squealer encabezaba la comitiva de semejantes. Todos caminaban sobre sus patas traseras. Y al fin, como heroico salvador, vieron erguida la figura de Napoleón. «¡Cuatro patas sí y, mejor, dos patas!», coreaban. Entraron en la casa y Clover se quedó mirando la pared en la que antaño grabaran los siete mandamientos. Al anciano le fallaba la vista y más la memoria. Benjamín hizo el favor de leer. Ahora solo quedaba uno: «Todos los animales son iguales, "pero unos son más iguales que otros"».

Con Napoleón de nuevo en el poder, las relaciones con los humanos permanecieron; amén de las costumbres. El mismo líder vestía los pantalones bombachos y la chaqueta de cuero del viejo Jones. Lo que no cambió para los animales fue el trabajo duro. Bueno, algo sí: ahora se sometían a la voluntad de los látigos.

Una noche la comisión de granjeros, todos humanos, acudieron a la invitación de Napoleón. Celebraban la alianza entre granjas, el germen de un imperio. Era el momento de aunar fuerzas… la de las élites, claro. Cerdo y humano, líderes y enemigos de antaño, brindaron por la nueva era de relaciones. Napoleón de nuevo devolvió el nombre de Granja Animal a Granja Manor. Ahora se daban el tratamiento de caballeros. Tras el baño de masas, los animales se retiraron y cerdo y hombre volvieron a la partida de naipes. Clover apenas dio veinte pasos cuando volvió la cabeza alertado por la algarabía. Napoleón y Pilkington, los que hacía instantes se alagaban en el brindis, ahora peleaban. ¿El motivo? Ambos sacaron as de espadas. Clover, por mucho que alternara la vista entre cerdo y hombre, ya no diferenciaba quién era quién.

 

En este siglo XXI, dependiendo del país en el que vivas, podrás decir que los totalitarismos quedaron en la pasada centuria como un eco del pasado, pero todavía molesto, o que la historia que la rebelión en la granja, por desgracia, les es familiar. Aquí no hay bandos; aquí hay sometimiento al poder de una cúpula, de un líder. Claro que, en el amplísimo espectro entre la anarquía y la tiranía, encontramos tantos matices como ideologías y sus sistemas de gobierno. Cuanto más nos acercamos a los extremos, como el que se acerca al fuego, sentimos que nos quema. ¿Hay extremos mejores o peores? Napoleón y Pilkington, de enemigos pasaron a brindar por un futuro en alianza. El totalitarismo es totalitarismo, es poder, y da igual que opte por una corriente o por otra. Es el deseo de las élites por modelar al pueblo que es de arcilla; al pueblo que interesa, ignorante, no cuestionarse la palabra del líder. Si el líder afirma que el opositor es el enemigo, es el enemigo. Si el líder y el opositor brindan, el pueblo vitorea. Me llama la atención ese narcisismo propio en la política: «vamos a ganar las elecciones», «somos la alternativa a la oposición», «yo soy vuestro líder que va a sacar adelante el país y a sus ciudadanos» … pero unos ciudadanos son más iguales que otros. Su congregación vitorea y escupe al opositor, porque claro, no saben que fuera de ese circo, de las risas en cortes, congresos y parlamentos, amigo y enemigo se toman unas copas y se ríen, precisamente, de los ciudadanos. Como el brindis de Napoleón y Pilkington. ¡Oye! Y que a alguien se le ocurra cuestionar. Imaginad a los votantes sentados en sillas como niños buenos en sus respectivas aulas. A ver quién es el valiente que se levanta. Por eso a un japonés anónimo se le ocurrió magistral proverbio: «El clavo que sobresale siempre recibe un martillazo». Esa será la excepción que aflore de un pensamiento independiente. Si la gente piensa por sí misma, el político no come. Por lo general, esos niños buenos llevan gafas y lo ven todo en función del color de los cristales. Antaño fueron figuras de barro que ya modelaron. ¿No guarda similitudes con el fanatismo religioso y las sectas? ¿De dónde viene si no, la palabra «sectarismo»?

Así percibimos la política los de fuera, los de gafas con lentes transparentes. En una campaña más, nosotros vemos riñas y, con frecuencia, faltas de respeto entre políticos que debieran dar ejemplo a la ciudadanía a la que se dirigen. Los fans de Juego de Tronos no encontrarán demasiadas diferencias: tan solo cambiar el Trono de Hierro por el escaño. La competición es casi la misma. Por suerte, los políticos no se matan los unos a los otros… por suerte, en la mayoría de países. Desde la transparencia, no vemos toda la política como algo aborrecible ni que todos políticos sean detestables. Hay que reconocer matices y no caer en ese mandamiento de Granja Animal: «Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo». No hay que caer en las generalizaciones. Como en la justicia ciega, un político y sus esbirros durante un mandato, aportará beneficios al pueblo que, digamos representa, y también perjuicios, sean menos o más, que su narcisismo le impedirá reconocer. Si dimiten, lo harán con la boca pequeña y siempre quedarán como víctimas de alguna estratagema.

Y debajo de los estamentos, como si viviéramos aún en el Antiguo Régimen, pero con otro cariz, modernizado, está Juan. Este buen hombre el domingo por la mañana se pone el chándal y, aprovechando que baja al perro compra el pan. Aún le queda tiempo para lavar el coche. ¿Nos vemos reflejados? En Juan o Juana, cualquier persona de barrio que se mata a trabajar para pagar las facturas, para que los cerdos de la cúpula vivan como merecen. Si Juan se presentara a elecciones, contaría con mi voto. Juan es quien en verdad nos representa.

Empezamos hablando de animales. Entre amistades y familiares, en confianza, revelamos a quién votamos. No sabemos si lo tendrán en cuenta las encuestas, pero percibo que está proliferando la alergia a la política. Pero si no votamos, después no tenemos derecho a quejarnos. Cada vez somos más los que votamos al partido de los animales. Ya sabemos que no van a gobernar, por eso los elegimos y… porque amamos a los animales, empezando por los de esta granja.

Hasta dentro de siete días, amigos.

miércoles, 19 de julio de 2023

23J, la fiesta de la democracia... otra vez

 

Juan reservó un hotel en Chipiona con antelación; en febrero. Él, tan previsor, por esas fechas pidió en el trabajo la segunda quincena de julio: del viernes 21 al miércoles 26 de julio. Quería disfrutar con su familia la Oleada de Santiago y Santa Ana. El alojamiento no le salió barato, pero para una vez al año y dos semanas de vacaciones en verano, para eso ahorró. Le importaba más desconectar del día a día y disfrutar junto a su mujer e hijo.

El sábado 22 de julio ya tenía las maletas hechas. Esa noche apenas pudo pegar ojo, pensando en su maldita suerte. Le invitaron a un fiesta: la fiesta de la democracia… otra vez. En la nota de invitación decía: «presidente de mesa», otra vez. Si tuviera la misma dicha con el Sorteo de Navidad…. Pero muy a su pesar, Juan prefería renunciar y pasar la estancia en Chipiona. Ni tenía derecho a cancelación. Ya alegó renuncia la vez anterior porque uno de los requisitos para ocupar tan honorífico cargo es tener estudios superiores: bachillerato o ciclo formativo de grado superior. Él se sacó la ESO para adultos hacía ya… revisó otras excusas como la distancia entre Chipiona y Córdoba, pero por los pelos. Google Maps marcaba 245 km y el límite lo puso la JEZ en 250. A principios de junio, recién convocadas las elecciones, por un momento sintió alivio —mientras se ponía en el supuesto de que le tocara mesa electoral—, porque él reservó muchísimo antes del 30 de mayo. Pero a finales de mes ese ya no era un requisito, ni tampoco el perjuicio, ya no económico, sino personal. Ahora esto, ahora lo otro; ahora sí, ahora no. Lo de siempre.

«O vas a la fiesta o a la cárcel, tú eliges», pensó como si una vocecilla jocosa le hablara dentro de su cabeza.

Antes de las 8:00 tenía que estar en el colegio electoral. No le daría tiempo a parar por casa y descargar el equipaje; bastante temprano tenían que levantarse de por sí. Le echó tres horas de viaje, sin pararse a desayunar, ya lo tenían todo recogido de la tarde anterior, así que sonó el despertador a las cuatro de la mañana. Menos mal que en recepción había alguien de guardia para entregar las llaves de la habitación. El pobre estaba echando una cabezada, pero más lo sintió por esa familia. Se disculpó, como si fuera en nombre del hotel, por no devolverle el dinero. Le ofrecieron la posibilidad de regresar y apurar sus días, pero sería que Juan y su mujer ya no atendían a razones, que el cabreo les hizo pasar de todo.

Al salir, claro era plena noche. No es se escuchaba más que el rugido de las olas y algún grillo. Arrancaron el coche, Juan cerró de un portazo, y tiraron para Córdoba. Ninguno de los tres habló en todo el trayecto. El sol que comenzó a asomar por Utrera desveló las caras largas de Juan, María y su hijo.

Llegaron a las 7:30 a la puerta de casa. Menos mal que encontraron aparcamiento; claro, muchos estaban de vacaciones e incluso ya votaron por correo. María y el niño subieron el equipaje y Juan tiró como una flecha al colegio electoral. Fue el primero en llegar. Bueno, a los dos minutos hizo acto de presencia el segundo. Otro que renunció a su retiro vacacional. Este hombre aparcó justo enfrente de la puerta. Venía de su apartamento en Torremolinos. La funcionaria se asomaba de vez en cuando y se echaba las manos a la cabeza: eran menos cuarto y no había más que tres. Juan y el de Torremolinos charlaron para amenizar la recepción de la fiesta y, sobre todo, desahogarse.

—¡Qué cárcel, ni cárcel! —carcajeó el hombre, para asombro de Juan—. Ya es la séptima vez que me toca y aquí se rumorea que luego no te pasa nada. Si acaso una multa… si acaso —recalcó.

Dieron las 8:00 pero esperaron unos minutos de cortesía hacia los rezagados. Se acabó el tiempo. A los suplentes les tocó. Como bien sabía Juan, allí ni pasaban lista ni les requerían el teléfono de contacto a los suplentes. Estos afortunados, o no porque se iban a perder la fiesta, para casa una vez constituyeron las mesas.

Juan no hacía más que añorar esas playas de Chipiona y esos boquerones de Cádiz con una rubia fresquita que se habría tomado en torno al mediodía en Los Pacos 2. Pero bueno, la fiesta se animaba y tampoco se estaba tan mal con su aire acondicionado. Aunque no comiera en el chiringuito, pero el bocata de mortadela y la lata de Sevenup, era pasable. De vez en cuando salía a la puerta a respirar algo de aire puro, aunque, a partir de las 12:00, eso era fuego en estado gaseoso.

Aunó esfuerzos e invocó al zen para pedirle ayuda y hacer de tripas corazón. Seguir lamentándose no le iba a devolver el dinero del hotel ni las ganas de pegarse otros 245 km de vuelta para unas vacaciones ya chafadas. La semana próxima irían a la piscina de la parcela de su cuñado y ya está.

La fiesta se hizo eterna; gente votando… no tenía mayor misterio. En un momentillo, Juan votó al Partido Perolista Perolero; ese mismo, si total, tampoco quería votar en blanco y, si no lo hacía, no tenía derecho a quejarse de los políticos. Los demás tampoco se lo tomaron muy en serio o votaron por correo. Entre el mediodía y las siete de la tarde allí no fue ni el tato. Una de las vocales se entretenía jugando a la granja y la otra chateaba por al WhatsApp.

Llegaron las 20:00 y se cerraron los colegios electorales, para los votantes, claro. Él presi y las dos vocales se lo pasaron pipa ultimando el escrutinio. Desde hacía rato ya se informaron por el móvil: ningún partido consiguió mayoría absoluta. El marcador quedó muy igualado.

Al filo de la medianoche Juan llegó a su casa con los ojos como chupes. Qué cena le iba a entrar. Se puso el pijama y se acostó. Su mujer sí se quedó a ver a los políticos exhibiendo falsas sonrisas, e incluso hablando de victorias, frente a los atriles a rebosar de micrófonos, desde sus respectivas sedes. Acabó un episodio más de Juego de Escaños, aunque gracias a Dios, no la temporada.

Pasaron la semanas y se sorprendería, pero se veía venir. Por la tele echaron más debates, más riñas en el Congreso —insultos y graves faltas de respeto no faltaron— y conatos de acuerdo. Tuvieron que convocar nuevas elecciones. Oootra vez la campaña electoral. Un buen día de otoño, próximo a Halloween, llegaron las terroríficas facturas, los recibos del alquiler, de la comunidad y… la invitación a la próxima fiesta. Esta vez le tocó 2º suplente de vocal. ¿Sabéis lo que hizo Juan? Ya se lo tomaba a risa. Se fue a una administración de lotería y compró un décimo para el Sorteo de Navidad. Si le tocaba el gordo, contribuiría a su país para ayudar a pagar el multazo que les metió Europa por no formar gobierno con los primeros comicios... otra vez.