" Por qué los cabrones ríen y los honrados padecen, por qué no puedo ser libre si no hago daño a nadie". Nach Scratch

miércoles, 14 de febrero de 2024

La princesa Wallada y el poeta Ibn Zaydún: Los no tan enamorados de Córdoba

 


Wallada bint al-Mustakfi nació en la Qurtuba omeya, se cree, entre el 994 y el 1010. Era hija del undécimo califa, Muhammad al-Mustakfi, más conocido por Muhámmad III, y la esclava cristiana Amin'am. Pero más conocido y célebre era su bisabuelo, Abderramán III; último emir y primer califa de Qurtuba. El consejero de su madre fue el comandante Almanzor. Muhámmad III fue ordenado el 17 de enero del 1024, tras un motín que se cobró la derrota de Abderramán V, quien era su primo. Ya en el poder mandó ejecutarlo. Su hija ostentó el título de princesa.

Este califa se granjeó fama de cruel. Al igual que él ascendió al trono bajo el apoyo de sus secuaces, pronto la población conspiraría contra el malvado califa. Surgió una organización encabezada por Yahya al-Muhtal, quien además era el heredero al trono. Llegando a oídos del califa, temeroso, se cuenta que disfrazado de mujer abandonó la ciudad y marchó a la Marca Superior, nombre que recibía la frontera entre al-Ándalus y los reinos cristianos. En concreto, se cuenta que, en su viaje hacia las proximidades de Zaragoza —en donde pretendía refugiarse—, en Uclés (Cuenca), le dieron caza y lo asesinaron —se cree que lo envenenaron—.  

Wallada era la única hija del califa, por tanto, la su heredera. Tras cobrar la herencia dejó que el nuevo califa, Yahya al-Muhtal, ascendiera al trono y ella repudiar la vida cortesana. Con los bienes legados de su padre abrió un palacio con un salón literario en el que todos, incluso los esclavos, tenían cabida. Para muestra un detalle: Muhya bint al-Tayyani, quien gracias a las enseñanzas de poseía y canto se convertiría en poetisa, no era más que la hija de un vendedor de higos. No solo la humilde mujer acudía a las clases de la princesa, sino que esta la acogió en su casa. Y he aquí que empieza a destacar, pues en su época fue una mujer que logró independizarse de cualquier tutela masculina. Los hombres, entre los que se encontraban en su mayoría poetas y literatos, acudían al salón de la princesa y la admiraban, más allá de sus cabellos cobrizos y sus ojos azules, por su sabiduría. Aparte de literatos, se daban cita los sabios que, a partes iguales, quedaban embelesados tanto por su belleza como por su intelecto. Tan independiente era que sin tapujos caminaba por la calle sin el velo; siempre con la cabeza bien alta, coqueta y orgullosa a la vez. Se decía que bordaba en los hombros de los vestidos sus versos. He aquí uno de ellos:

 

    Por Alá, que merezco cualquier grandeza

    y sigo con orgullo mi camino.

    Doy gustosa a mi amante mi mejilla

    y doy mis besos para quien los quiera.

 

Aquella mujer de genio llegó a batirse en duelo con los hombres, si n más armas que las palabras de los versos que improvisaba. Ellos, en contraparte, reclamaban la posición que veían en la princesa. Y fue aquí donde conoció al poeta Ibn Zaydún; un cordobés de alcurnia que llegó a ser el favorito del emir Abulhazam ben Chauar. Pero resultaba una baza pertenecer al linaje de los Banu Yahwar, rivales de los omeyas. Aunque nadie manda en el corazón. Él no solo la admiraba, sino que se enamoró. Tampoco ella, por mucha gala que hacía de su libertina vida, escapó de las redes del amor. Y en adelante, la omeya y el rival se convirtieron amantes en la sombra. Aun en la sombra, nada les impedía profesar su amor de la forma que los unió: mediante los versos que se dedicaban; en la mayoría, además, reinaba la sensualidad. Así dieron testimonios estos poemas:

 

    Cuando caiga la tarde, espera mi visita,

    pues veo que la noche es quien mejor encubre los secretos;

    siento tal amor por ti que si los astros lo sintiesen

    no brillaría el sol, ni la luna saldría,

    ni las estrellas emprenderían su nocturno viaje. Wallada.

 

Estos versos quedaron inmortalizados en el monumento que cerca del Alcázar de Córdoba se consagraría a estos enamorados.



 

Tengo celos de mis ojos, de mí toda,

de ti mismo, de tu tiempo y lugar.

Aún grabado tú en mis pupilas,

mis celos nunca cesarán. Wallada. En el momento aparece el nombre en su versión castellanizada: «Valada».

 

Tu amor me ha hecho célebre entre la gente.

Por ti se preocupan mi corazón y pensamiento.

Cuando tú te ausentas nadie puede consolarme.

Y cuando llegas todo el mundo está presente. Ibn Zaydún.

 

Y fue así como nació la leyenda de los amantes de Córdoba. Pero lo que sucedió después poco se ha contado. El amante fijó los ojos en una de las esclavas de la princesa. El orgullo de Wallada regresó y repudió del poeta con toda su ira. De inmediato denunció la infidelidad y el poeta acabó en la cárcel. Pero no dejaron de cartearse; de hablarse mediante la poseía. Al principio el poeta descargó contra la princesa, pero no esperaba la venganza que se cobraría ella. Ahora sí que en serio se batió en duelo con el arma de la palabra. Ella no tardó buscarse a un nuevo amante, Abu Amir ibn Abdus, y se lo hizo saber una vez el poeta, consciente del desamor, imploraba su perdón. Le hizo sufrir. Ibn Zaydún, lejos de rendirse, se carteó con su favorito, Abulhazam ben Chauar, como si le dedicara el poema a la princesa. Llegó a oídos de Wallada y aprovechó para hundirlo y humillarlo aún más. Este poema lo dice todo:

 

     Tu apodo es el hexágono,

    un lote que no se apartará mientras vivas

    ni siquiera después de que te deje la vida:

    marica, puto, fornicador,

    cornudo, cabrón, ladrón. Wallada.

 

En el 1035 ben Chauar derrocó Yahya al-Muhtal, que se proclamó primer rey de la taifa de Córdoba; lo que a su vez supuso el fin del califato; el fin de la dinastía omeya. Ahora el poeta gozaba de simpatías en la corte. El poeta quedó libre y en este tiempo se le veía deambular por las calles de la ciudad, cabizbajo, ojeroso; jurarían que enfermó de pena. Su vida dejó de tener interés hasta que desafió el favoritismo de ben Chauar. Descargó su frustración contra el amante de Wallada y tal deshonra le costó un nuevo arresto. Aquí uno de sus versos:

 

    Me censuráis que él me suceda

    en los afectos de aquella a la que amo;

    mas no hay en eso infamia:

    era un manjar apetitoso

    y la mejor parte me tocó a mí,

    el resto se lo dejé a esa rata. Ibn Zaydún.

 

Y desde entonces ya nunca más volvieron a dirigirse la palabra la princesa y el poeta. Centró sus esfuerzos desde la cárcel por convencer a sus amigos para que mediaran con ben Chauar. El que fuera su favorito le concedió el indulto, pero no lo quiso en su corte. El rey lo nombró embajador en otras taifas. Se instaló en el 1049 en la corte de Sevilla como secretario del príncipe, poeta, y quien ocupó el lugar de favorito, al-Mutámid. Los poemas de Ibn Zaydún fueron dirigidos tanto a él, ya como rey de la taifa de Sevilla, así como a los cortesanos hasta su muerte en torno al 1071. Siete años después el rey de Sevilla derrocó a ben Chauar, con la consecuente desaparición de la taifa de Qurtuba.

La princesa, sin embargo, pronto olvidó al desgraciado poeta. Se mantuvo fiel a sus principios, pues no se casó. Sí que flirteó con otros hombres. Se cuenta que a la vez mantuvo relaciones con el prolífico Ibn Hazm y el visir Ibn Abdus. Aparte del gozo amoroso, ambos, de la corte del rey, le aseguraban la omeya vivir en paz con su rival. Vivió feliz el resto de su vida. El amor verdadero en este triángulo se mantuvo con el visir, quien quedó a su lado hasta la ancianidad.

Murió en Qurtuba el 26 de marzo del 1091. Con ella se fue la última omeya. Coincidencia o no, ese día los almorávides tomaron la ciudad en su invasión a la taifa de Sevilla. Quedémonos para la continuación de este relato con al-Mutámid, porque ahí comienza la historia del romance entre su hijo, el príncipe Fath Al-Mamun, y la princesa Zaida. También las relaciones entre el rey de Sevilla con el de Castilla y León, Alfonso VI, a quien envió al Cid a cobrar los tributos de al-Mutámid.

La leyenda de la Encantá y mucho más lo dejamos para la próxima parte.

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