" Por qué los cabrones ríen y los honrados padecen, por qué no puedo ser libre si no hago daño a nadie". Nach Scratch

sábado, 27 de julio de 2024

La familia Guerra Paz. La casa rural

 


La familia Guerra Paz dio con la casa rural idónea. Echaron en falta en el anuncio unas fotos de la vivienda, pues solo se mostraban del huerto, el pozo y una alberca. Tenía buena pinta porque ofrecía dos dormitorios, cocina de inducción, climatización en toda la casa, alarma, piscina, un rincón navideño y experimentar el modo de vida rural con actividades en la naturaleza. Llamaron al teléfono y hablaron con una muchacha que resultó ser la hija de Venancio, el propietario. Sin pensárselo dos veces la reservaron para el puente de agosto.

El viaje se les hacía eterno, pero esos paisajes entre montañas compensaban; más el huir de la ciudad, respirar aire puro y sentirse en armonía con la naturaleza.

—María, busca el desvío en el Google Maps —indicó Juan sin apartar la mirada de esa carreterita de montaña.

—¡Ahí! —señaló su esposa al cartel indicativo que era un tablón al que le escribieron con pintura: «Caza rurá der Benancio»—. ¡Qué cosa más graciosa! Con sus faltas de ortografía y todo.

Armando se frotaba las manos. El niño preguntó ochenta veces si faltaba mucho. Salió de casa con el bañador puesto porque lo primero que haría sería darse un chapuzón. Al final de la vereda, la cancela verde con la pintura ya tomada y descascarillada no les dio muy buena impresión. Al fondo asomaba una casucha que debía utilizar Venancio para guardar las herramientas y alojar el motor de la depuradora. Juan tocó el claxon y al momento apareció el hombre de avanzada edad con su boina y unas sandalias más gastadas que los neumáticos de un taxi.

—¡A la paz de Dios! La familia Guerra Paz, ¿verdad?

—Los mismos. Yo soy Juan, ella es mi María, mi mujer, y nuestro hijo Armando.

—María Paz, encantada. ¡Paz como apellido! —rio.

—Encantado, Venancio. Me he venido con el bañador para meterme en la piscina —se presentó el niño..

—Entrad que os enseño la casa rural.

Aparcó bajo un chaparro junto a la alberca. Allí estaba el pozo, el huerto, pero ni rastro de la casa.

—¡Qué os parece! —señaló Venancio hacia la casucha con el tejado punteado de naranja y blanco por los líquenes, las ventanas con la pintura verde descascarillada y las persianas enrollables torcidas. En ese momento cacarearon las gallinas. Venancio añadió—: Esta no es la única edificación. Os enseño primero la casa.

—Decía dos habitaciones —se aseguró Juan ante el tamaño de la casucha.

—Sí, señor. Pero todo a su momento.

—Pero el anuncio… —María pudo articular palabra. Su familia quedó boquiabierta y más cuando entraron y vieron los interruptores de baquelita y los cables de tela.

—¿Y la cocina de inducción? —preguntó Juan.

Venancio señaló al hogar con unas trébedes semienterradas en cenizas. Al lado acopiaba leña y piñas secas.

—Cuando prendan las piñas, ya veréis cómo induce esto —dijo Venancio—. En invierno nos arrimamos al fuego y esta es nuestra calefacción.

—¡Pero si eso es el caldero de Harry Potter! —alucinó Juan.

—Y ahí está la escoba —la señaló Armando. Estaba apoyada en una esquina.

—Una cocina de inducción es una vitrocerámica, Venancio —apuntó María.

—Y no os he mentido.

El anciano metió un brasero de picón debajo de la mesa y encima del cristal puso una olla de barro.

—Esta es la vidrio —señaló al cristal de dos centímetros de espesor— y esta la cerámica. Vidrio-cerámica.

La familia miraba hacia todas partes con cara de asco. Venancio les habló acerca del cristal de primeras calidades que no saltaba con el calor. Era del escaparate de un banco y se lo cortaron a la medida de la mesa.

—¿Traen ustedes algo para la nevera? —preguntó Venancio. La familia sacó del coche las bebidas, paquetes de congelados en su bolsa isotérmica y los refrigerados—. Métanlo ustedes aquí. —Abrió un arcón de hierro que enfriaba mediante hielo y sal.

—¿Y la climatización? —preguntó Juan, aunque ya se lo tomaba a coña. Venancio abrió un cajón y repartió abanicos.

—Y ahora pasemos a una de las habitaciones —dijo él.

—¡Ah, Pero hay otra? —cuestionó Juan ante el espacio diáfano.

El anciano los invitó a que probaran la cama y después abrió un poco la colcha para mostrarles que era de heno.

—Vamos a dormir como la Heidi. ¡Qué guay! —se alegró el niño.

—¡Qué asco! ¡Si tiene bichos! —brincó María.

—¡Que no hacen nada, mujer! No se preocupen que ni pican ni muerden. Ellos habitan entre el heno. Es algo natural. ¡Qué delicados sois los de ciudad! —quitó hierro al asunto.

—¿A cuánto queda el pueblo más cercano? —preguntó ella.

—Muy lejos. No os lo recomiendo. Además, buscaban ustedes una experiencia para aislaros de todo.

—Hablando de «aislados» … —Comprobó Juan que no tenía cobertura; tampoco su mujer ni su hijo—. ¿Si tenemos que llamar por una urgencia?; por ejemplo, a un cura, ¿no hay teléfono?

—Sí, hombre. Tampoco estáis tan incomunicados. —Venancio señaló a través de la ventana a los cerros de enfrente—. Allí a lo lejos tienen ustedes su casa. ¿Conocéis el silbido de los pastores? —Se querían morir—. Que no… salís a la carretera y paráis un coche.

—¿Cómo si fuera la chica de la curva? —ironizó María.

—Ya que la mencionas…

—No nos irá usted a decir… —lo cortó ella.

—Si os asomáis a la carretera a las tres de la mañana es muy probable que la veáis. Pero venid conmigo y os cuento.

Los llevó al pozo.

—Si escucháis los lamentos de un niño no os asustéis.

—¿¡Qué!? —se asustó Armando.

—A mi me gusta ser sincero. El niño a veces sale del pozo y os lo podéis encontrar alrededor de donde haya agua: en la alberca, el baño o en el huerto si están recién regado. Es que le gusta mucho el agua… como habita en un pozo…. —Y añadió con voz misteriosa—. Se dice que lo raptaron unos bandoleros y lo tiraron allá por el siglo XIX.

Pronto evadió el tema del fantasma y enseñó el baño. Además, el niño ya no podía aguantar más. Los llevó hasta una garita de madera adosada a un muro de la casa. Abrió y en ese metro cuadrado cabía una letrina y un barreño de zinc. Ese barreño era la bañera y el agua debían acarrearla desde el pozo. El crío se alivió donde pudo. Sus padres ya se curaban de espanto.

—Queda el rincón navideño que a la vez hace de segunda habitación. —No terminó de hablar Venancio cuando Juan y María se llevaron las manos a la frente.

Abrió el hombre el establo y los azotó el hedor de los animales y la paja infestada de muñigas.

—¡Pero si esto es el portal de belén! —Se llevó Juan las manos a la cabeza.

—Por eso lo llamo «rincón navideño». Aunque me van a disculpar porque me falta el buey. En la próxima feria de ganado a la que vaya lo quiero comprar. La mula sí la tienen ustedes allí —señaló al animal que retozaba sobre el lecho.

Juan miró hacia el techo—. Y también falta el ángel.  

En otro cuartillo, dentro del mismo establo, le enseñó la alarma antirrobo del calibre ochenta.

—Aquí los ladrones que vais a encontrar es algún zorro que se cuela por un agujero de la valla que a ver si lo arreglo. Husmean por la noche en el huerto y me se comen las lechugas. Y quien dice un zorro dice un jabalí. Más de un susto me he pegado yo. Tampoco es que os lo carguéis. Con pegar dos tiros al aire lo espantan ustedes. —Ellos no se molestaban ni en responder.  

Al salir los llevó al huerto y les habló de las actividades en la naturaleza que consistían en regar los tomates, coger la azadilla para quitar hierbas y echarles de comer a los animales. Ni el niño no quería oír más.

—Venancio, no se vaya a usted a molestar con lo que le voy a decir —previno María. El hombre era todo oídos—. ¿Usted ha visto Cuéntame?

—Claro que sí.

—Pues la casa de Sagrillas era más moderna que esta.

—Si aquí vamos a vivir como en el siglo XIV… —secundó su marido.

—Ustedes habéis alquilado una casa rural, ¿estamos? —defendió. Los Guerra Paz asintieron con cara de «verás por dónde nos va a salir»—. Qué se esperaban ustedes, ¿el Empire State?

—Queríamos una casa rural con su televisión, su piscina y su vitro —respondió Juan.

—Discúlpeme usted, Juan, pero eso no es una casa rural; eso es la parcela de tu cuñado.

El matrimonio intercambió miradas y leyeron en la de su hijo su deseo por cancelar e irse de allí.

—Lo siento mucho, pero no podemos quedarnos aquí. Gracias por haber dedicado su tiempo. Queremos cancelar —zanjó Juan.

—Me dijo mi hija que ustedes eligieron la opción sin derecho a cancelación —rebatió Venancio. La cara de los Guerra Paz era un poema. Ya se veían bañándose en la alberca y despertándose con el canto del gallo.

—¿Qué no nos devuelve nuestros doscientos euros? —alucinó María.

—Si se quieren marchar están en su derecho o si no se comen la casa con papas —se plantó en sus trece—. Yo creo que ha sido suficiente. ¡Ah! Una última cosa y muy importante.

La familia lo siguió a la casa, ya resignados. Venancio sacó del cajón donde se guardaba el mantel de cuadro y paños a juegos una linterna con un trocito de celofán rojo. La encendió y apuntó al techo.

—Esto lo hacen ustedes fuera si están en peligro.

—Quiénes va a venir a socorrernos, ¿los extraterrestres?

—Nunca se sabe. Esto lo vi en una película.

La familia se estaba poniendo mala. Resoplaron y con todo su valor le dijeron a Venancio que sin más remedio se quedaban.

—¡Claro que sí! Al final os vais a alegrar.

Lo despidieron con la mano y las caras de «tierra trágame». Venancio caminó con la ayuda de su vara hasta su casa en el cerro, a unos ochos kilómetros. Se hizo el silencio, roto por el canto de las chicharras. Se quedaron un buen rato mirando a la casucha. Al niño se les quitaron las ganas de bañarse.

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